agosto 24, 2005

Las moscas: sucias libres del Samsara

Siempre recuerdo con cierto asco, no mucho, la vez que mi primo Ariel tomó su vaso de leche de la meseta de la cocina, se embuchó un trago como si fuese ginebra, y vomitó de manera instantánea una enorme mosca que minutos antes se había ahogado en su vaso de leche blanca, blanquísima, pero que él, pobrecito, nunca vio hasta después de arrojarla.

Es lo que usualmente siente el hombre por las moscas: asco, repugnancia, ganas de lavarse las manos, de dejar la comida. Yo, al parecer, he pasado a niveles más elevados con respecto a esos mugrientos insectos, o quizás me he dejado caer tan bajo que esos diminutos duendes ya no me provocan mas que asesinarlos, aplastarlos con un toallazo perfecto que, debo aceptar, ya no fallo ni aunque lo intente. Pero matarlas es de por sí una decisión altruista de mi parte. No vayan a pensar que lo hago con odio o repulsión, por el contrario, yo participo del fluir de las moscas, ¿o acaso no saben que las moscas se han liberado del samsara? Ya no reencarnan las muy putonas, y sólo se dejan gotear naturalmente como parte de su vacuidad, e incluso, su dicha llega a puntos tan elevados de iluminación que sólo se alimentan de pura porquería, de desechos, de cosas que nadie quiere, que nadie anhela, que nos molestan.

Las moscas son Arihantas y no nos dejarán enseñanza alguna, pero son iluminadas a tal punto que es una certeza tan asequible saber que ya no esperan nada, absolutamente nada del planeta. El hombre, en contraste, se levanta todos los días a hacer, a trabajar, a hurgar en las bibliotecas, a revisar sí la ropa está seca, a asomarse a ver sí ya viene el próximo autobús, siempre esperando, siempre con prisa, y se va calle abajo con ganas de ser el tipo que cuelga en la publicidad de Axe, o algo aún más triste, puede llegar a ser parte de esos seres patéticos que escriben o leen o creen en las novelas de auto superación y entonces se para de la cama día a día con la ridícula intención de arreglar cosas, de girarlas, de buscarles una solución como si en verdad existiera, como si en verdad alguien lo estuviera mirando. Entonces, no hay que generar angustia y tal vez ser un poco más honestos, el hombre está a años luz de la sabiduría innata de una mosca y por eso todavía camina con la estúpida convicción de que alguien realmente quiere que haga algo más que simplemente moverse y respirar.
Sencillo. Si es que hay una existencia más cercana a esa iluminación que por millones de años se han planteado en el jainismo, el budismo y en todas las creencias orientales sobre el desapego y la impermanencia, no podría ser otra cosa que la mosca.

La mosca se mueve tranquila por el mundo, sin muchas ganas de hacer otra cosa que no sea joder y comer y joder otra vez, y todo por pura jodedera, por una convicción que tal vez sólo Roon Grebelek ha podido apreciar tan nítidamente en el aleteo de sus pequeñitas alas, pues aunque el hombre, en su incansable manía de inmortalizarlo todo, le otorga atributos como la existencia del chocolate o de muchos cultivos que la mosca rescata en su suceder por la vida, la realidad es que este insecto extraordinario, y descomunalmente asqueroso, está mucho más allá de todo acto heroico por la sencilla razón de que lo que hace, lo concibe con la única motivación de joder y fluir, la manera más gratificante de dejarse ser.

Las moscas no tienen miedo de nada, mucho menos de morir, saben perfectamente que no vuelven más a esta tierra donde todo se degrada, se pudre. Está segurísima de que la posibilidad de una existencia cíclica para ella es un chiste, una broma. Por eso no tiene obstáculos de ninguna clase a la hora de hartarse un pedazo de mierda, comerse unas cuantas células muertas o beber orina como champaña.

A la mosca, mientras se pasea por el basurero moviendo sus alas a una frecuencia entre 200 y 600 hercios, no le molesta nada, nada la perturba, y por joder o por comer, en fin, por fluir, se aventura a ser aplastada por un pañito de cocina o una toalla, ´cause nothing really matters, recuerden.