Ayer descolgué mi cabeza del tubo de la ducha. Ya tengo al menos ocho cosas que quiero hacer. Ya no escribiré más poemas, ahora voy a dibujar comics: una serie de monigotes con cabellos esponjados y aretes largos, que gusten de los peces y las abejas, que tengan jardines zen en las salas de sus casas, y que muestren cierta patología con apretarse las uñas de los pies cuando se les encarnen.
También vigilaré a las cucarachas. Voy a perseguirlas con una cajita de madera en las manos. Y cuando me aburra, voy a hundirme los dedos en los ojos para ver estrellas y lacitos negros. He pensado además en volverme buda, sentarme debajo de una mata de alambres, y no enterarme si alguien espera algo de mí. Voy a recolectar lápices de colores, como Alejandra, pero no los regalaré a mis amigos. Los pondré en fila india en la mesa de la sala para esperar el próximo terremoto, o si se tarda, dejaré uno por día en cualquier taxi que tome.
Ahora en navidad, voy a fotografiarme con los reyes magos en la Alameda, y le daré un billete de veinte pesos a la señora de los chicles en el metro Bellas Artes para que me cuente otra vez la historia de los fantasmas que viven en su casa, y la de los conejos, pero no escribiré ningún poema, no lo haré.